nullus redeat

Tipo de caché: Mystery

Fecha de escondido: 8 de mayo de 2025

Descripción del geocaché:

nullus redeat

Necesitó volver sobre sus pasos cuando se dio cuenta de que el mapa no coincidía con las galerías reales. Observó el entorno desde la sombra de la catedral, donde todo había comenzado años atrás, sin saberlo. Rasgaduras en la piedra revelaban que algo más antiguo aún dormía bajo el casco viejo. Trataba de recordar el símbolo, pero su memoria lo reconstruía incompleto, como si estuviera prohibido retenerlo. El aire olía a hierro húmedo y a ceniza fría, mezclados con la presión de un silencio contenido.

Caminar por la plaza mayor, extrañamente inclinada, le producía una sensación de deslizamiento constante, como si algo empujara desde abajo. Una nota enrollada bajo el felpudo de su antigua casa fue lo único que encontró después de meses sin señales. Alguien la había dejado allí a propósito, justo donde comienza el descenso hacia las galerías ocultas bajo la ciudad. Resistía la tentación de entrar sin preparación, pero sabía que el tiempo era un lujo que no podía permitirse. El símbolo grabado en la nota coincidía con un relieve oculto tras el altar, apenas visible bajo una capa de musgo reseco. No todos los que habían descendido por ese pasadizo regresaron con la cordura intacta. Tenía claro que el objeto que buscaba no era un tesoro, sino un testigo antiguo, algo que nunca debió ser tocado. Al descender, los escalones crujían bajo sus botas como si despertaran a la piedra del letargo. Yacía allí abajo una humedad imposible, densa, que no venía de la tierra sino de una presencia que no podía verse. Desde las paredes rezumaba un líquido tibio, espeso, que recordaba al agua de las fuentes que brotan sin descanso más allá del puente viejo. Observaron sus ojos algo moverse entre las sombras: una silueta apenas definida, imposible de ubicar por completo en este mundo. Se detuvo y respiró hondo, pero no porque tuviera miedo, sino porque, en el fondo, ya sabía que no iba a encontrar lo que esperaba.

Grutas laterales surgían a cada pocos metros, pero estaban cegadas por derrumbes o tapadas con madera vieja. Ruidos apagados, semejantes a respiraciones atrapadas en piedra, lo hacían avanzar con cautela extrema. Al fondo, una de las paredes parecía haber sido excavada más recientemente, como si alguien la hubiera abierto desde el otro lado. Desviarse no era una opción; el pasaje que seguía parecía aún más oscuro y estrecho, como si el aire se negara a entrar. Obligado a decidir sin certezas, marcó con una tiza la entrada de la bifurcación y siguió recto. Sabía que ese lugar había sido recorrido antes, pero no por alguien que quisiera regresar.

Voces antiguas, distorsionadas por siglos de encierro, parecían resonar entre las piedras cuando tocó el símbolo con la mano desnuda. El aire se volvió más espeso, como si la realidad misma se replegara hacia algún pliegue subterráneo. Intentó retroceder, pero el túnel a su espalda había desaparecido; ahora solo quedaba un pasillo de ladrillos húmedos y vapor. No entendía por qué, pero sentía que el objeto lo llamaba por su nombre, uno que no recordaba haber oído nunca. Tembloroso, sacó la linterna de su mochila, aunque la luz artificial no podía competir con el fulgor que emanaba del fondo.

El suelo se volvió resbaladizo, cubierto de una fina capa de limo que no olía a tierra, sino a metal oxidado. Parecía imposible, pero las paredes del pasadizo estaban cubiertas por grabados en un idioma que no pertenecía a cultura alguna conocida. Un dibujo destacaba entre todos: una figura alada sumergida en un río, con los ojos vendados y una mano extendida hacia la superficie. Nadie hablaba de esa parte de las galerías por una razón: no porque fuera inaccesible, sino porque no querían saber qué había allí. Tras avanzar unos metros más, escuchó agua correr bajo sus pies, aunque no había cauce visible. Otro símbolo apareció frente a él, más claro esta vez, como tallado recientemente: una espiral descendente encerrada en un triángulo invertido.

Tocó el símbolo con la punta de los dedos, y algo se activó al instante: un zumbido grave, como si el subsuelo respirara. Retumbó una compuerta oculta, deslizándose hacia un costado sin esfuerzo mecánico alguno, revelando una cámara circular. En el centro, sobre una especie de pedestal de roca, flotaba una caja pequeña, oscura, que no proyectaba sombra. Se acercó sin pensar, como si una voluntad ajena guiara sus pasos a través del calor húmedo que se intensificaba a cada segundo. Cada paso dentro de la cámara hacía que la temperatura descendiera, como si el aire mismo se contrajera para huir. Incluso el silencio parecía forzado, artificial, como si algo se estuviera tragando los sonidos. En cuanto la tocó, la caja emitió un crujido casi orgánico, como el de una concha marina quebrándose por dentro. No contenía oro, ni mapas, ni llaves: dentro había una piedra pulida, negra, lisa, cubierta de símbolos móviles como agua viva. Trató de leerlos, pero los símbolos cambiaban constantemente, reordenándose con cada parpadeo. Ocultaban un mensaje que no debía ser comprendido por ojos modernos. Se dio cuenta entonces: aquello no había sido hecho para ser encontrado, sino para advertir a quien lo hiciera.

Volvió sobre sus pasos, o lo intentó, pero los corredores ya no eran los mismos; lo llevaban hacia abajo, siempre hacia abajo. El objeto en su mano latía con un pulso irregular, como si respondiera al fluir del agua oculta bajo sus pies. Impulsado por una fuerza que no era suya, avanzaba entre raíces húmedas que parecían retroceder al sentir su presencia. Nunca había estado tan profundamente bajo la ciudad, y sin embargo todo le resultaba inquietantemente familiar. Todas las paredes parecían respirar, exhalando un vapor mineral que le abrasaba los ojos. Ignoró el dolor: debía entender lo que la piedra mostraba, lo que las voces susurraban, lo que el agua ocultaba. Un eco se adelantó a él por un pasillo lateral, repitiendo su propio nombre una y otra vez, pero en un tono ajeno. No corrió, sabía que correr allí era inútil. Otra escalera descendía hacia una cámara aún más profunda, y en lo alto del arco tallado, una advertencia en latín arcaico:

“nullus redeat”

Otra vez el agua; ahora brotaba desde las paredes como si el lugar sangrara, tibia y constante, iluminada por una luz que no tenía fuente. El nivel subía con rapidez, y en la superficie flotaban hojas negras, como de un árbol que no existe en este mundo. Sabía que no debía quedarse, pero la piedra aún no había revelado lo que ocultaba. Trazó con la yema del dedo uno de los símbolos que parpadeaban en su superficie, y por un instante comprendió demasiado. El objeto no era una reliquia, era una semilla.

Susurraban las aguas ahora, más que nunca, como si repitieran nombres olvidados, lugares enterrados, errores que se repiten. Incapaz de resistir, dejó caer la piedra en el agua que ya le cubría las rodillas. En cuanto tocó la superficie, un haz de luz negra se elevó hasta el techo, marcando en la roca un mapa fugaz, incompleto. Todo lo que había recorrido hasta ahora no era más que una antesala. El verdadero destino se hallaba más cerca de la superficie, bajo una estructura más común de lo que parecía.

Giró sobre sus pasos con la imagen aún palpitando en la mente: unas escaleras comunes, metálicas, junto al murmullo de un río. Recordaba haberlas visto en más de una ocasión, sin reparar en su forma, sin imaginar lo que escondían. Ahora lo sabía: allí había sido guardado un fragmento, uno entre muchos, esperando ser reclamado por alguien que entendiera el mensaje. Dejó atrás la cámara sin mirar atrás; el agua seguía subiendo, pero ya no importaba. Organizó los símbolos en su memoria como pudo, consciente de que pronto empezarían a desvanecerse. Solo tenía una oportunidad de llegar antes de que otra persona lo hiciera.

Cruzar la ciudad por debajo era imposible, pero ya no necesitaba los túneles. Inclinada sobre él, la realidad parecía observarlo, como si midiera sus intenciones. No tardó en llegar al punto exacto, donde el eco del río parecía latir bajo la piel del suelo. Consideró cada detalle: la escalera metálica, oxidada por el tiempo, con peldaños huecos y resbaladizos. Un resplandor suave lo guiaba a pesar de la oscuridad, como si el lugar reconociera su llegada. Entendió que no debía bajar; el lugar no estaba debajo, sino antes.

Negándose a dudar, hincó las rodillas frente al primer peldaño y escudriñó los recovecos a los que tenía acceso. Tras unos segundos, encontró un simple cilindro de metal. Abrirlo le exigió paciencia: no estaba sellado, pero sí húmedo, como si el tiempo se resistiera a dejar salir lo que guardaba.

Ya en sus manos, desenrolló con cuidado el contenido: una hoja amarillenta, intacta, con una sola instrucción: «deja aquí tu nombre y la fecha«. Deja prueba de que estuviste aquí. Otra tinta recorría la hoja, débil pero visible: nombres anteriores, fechas que abarcaban décadas, quizá siglos. Sin dudar, firmó. No por orgullo, ni por victoria, sino por respeto.

Porque sabía que encontrarlo no era el final, sino una transición. Un día, alguien más llegaría, guiado por símbolos, voces o pura obsesión. No sabría de él, ni de su búsqueda, ni de lo que casi se llevó consigo. Tal vez tampoco entendería que lo verdaderamente valioso no era el objeto… sino la historia. O la cadena invisible que une a quienes, por razones que no pueden explicar, deciden seguir el rastro del agua.

Como si cada paso ya estuviera escrito. Incluso el silencio parecía esperar el siguiente nombre. El papel volvió al tubo, y el tubo, al hueco. Nada más quedaba por hacer. Tocó el borde del primer escalón con los dedos, como sellando un pacto. Otra vez el río murmuró su canto.

Oscuro, profundo, y eterno. Como el lugar que lo había llamado. Había dejado constancia. El resto ya no importaba. Nunca sabrían quién fue. Tampoco él sabría si fue el último. Algo, sin embargo, le dijo que no lo sería.

Y el agua volvió a fluir.

Una historia más se había escrito. Nadie lo sabría, salvo quien se atreviera a seguirla. O bajo el primer peldaño, donde todo comienza.


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